sábado, 29 de septiembre de 2012

Una proclama

Hoy nos enfrentamos a la emergencia prepotente de la palabra política como confrontación. Más precisamente lo que surge es una necesidad imperiosa de volver a hacernos cargo del peso específico de la palabra, de asumir la palabra como forma de intervención. Hoy que la militancia ha vuelto a ser un imperativo real, nos vemos obligados a repensar su naturaleza. La militancia en el momento actual, o una de sus formas posibles se juega en la resignificación de un enunciado para lo político. Tras sucesivas derrotas y prostituciones la palabra política se presenta como un vacío de sentido. Esta ausencia de sentido impone un ejercicio de semantización, un enfrentamiento con aquello que expone y aquello que disfraza. Resignificarlas quiere decir volver a decirlas pero haciéndose cargo de sus implicancias, de sus potencialidades, de su performatividad constitutiva.
Hoy se disputa la definición esencial de la libertad. Las implicancias y las torsiones de su significado político resurgen de manera ineludible. En el contexto de un Estado de derecho esta disputa por el significado y los alcances de la noción de libertad se vuelve metáfora de una confrontación más concreta: la confrontación por un modelo para el Estado nacional. En el espacio de esta confrontación quedan postuladas irrevocablemente dos formas posibles de concebir la dimensión estatal: definir lo colectivo desde lo individual (estado liberal) o lo individual desde lo colectivo (estado popular). Se puede habitar el estado en tanto proyección de la ambición individual o, por el contrario pensarse a uno mismo como parte de un colectivo de pertenencia.
Según la primera forma (forma liberal), el Estado se justifica en tanto y en cuanto limita su intervención a generar las condiciones necesarias para el libre desarrollo de las ambiciones individuales y contingentes. Las posibles redes solidarias que el Estado pudiera generar, así como toda política de contención que pudiera llevar adelante serán percibidas como limitantes en el pleno desarrollo de dichas ambiciones individuales. Claro que el individuo liberal nunca entiende su ambición como tal sino que siempre se la imposta como una necesidad. Esa de alguna manera es la lógica del liberalismo. Presentar la ambición personal como una necesidad colectiva. De esta manera, lo colectivo estaría definido por la suma de las ambiciones singulares, que paradójicamente son la imposibilidad de cualquier colectivo. En ese giro paradójico se juega la falacia de las garantías individuales como la suma de garantías que solo a "mí" me pertenecen, que son en tanto garantizan aquello que es "mío". Cualquier intervención estatal que proponga la aplicación equitativa de estas garantías, genera la convicción conveniente de que una garantía individual compartida solo puede terminar en la ausencia de garantías. Ante la anulación del privilegio se construyen desamparos y dictaduras ficticias que permiten redimir formas más o menos egoístas de la crispación erigiéndolas en cruzadas democráticas impolutas e imprescindibles. Por eso todas las formas del liberalismo se han preocupado por festejar la falacia de las garantías individuales como garantías de lo “mío”. Siempre resulta más fácil, para un Estado prescindente, regular el egoísmo que enfrentarse a la conflictividad inherente y múltiple que supondría transformarlo en su contrario. Y si algo ha caracterizado al liberalismo es su facilismo impenitente. La libertad del liberalismo se podría definir como la posibilidad ilimitada de hacer con lo que se posee lo que se quiere. De esta manera, el individuo liberal se siente libre cuando su única obligación colectiva es ser solo un individuo, cuando puede desentenderse de la presencia apremiante del otro, cuando puede pensarse por encima del otro. Se siente libre siempre que pueda instituir la indiferencia ante la emergencia del otro como interpelación. Siempre que su naturaleza de poseedor, de dueño, le permita refugiarse en la seguridad de que las garantías individuales se constituyen según la naturaleza de sus intereses privados y singulares. En definitiva, cuando puede gozar de su egoísmo sin la sombra de la mala conciencia. O más precisamente, cuando puede constituir una estructura institucional e ideológica que le permita legitimar su egoísmo instintivo neutralizando cualquier matiz de la culpa, cualquier atisbo de la naturaleza ignominiosa de su ser libre.
La consecuencia de esta forma de la libertad es la naturalización de las condiciones inhumanas de vida como necesidad estructural del sistema. La lógica de la posesión como ontología genera la exclusión del que no posee. Aquel que no posee es desontologizado, se lo vuelve nada. En países periféricos y saqueados como el nuestro, signados por históricas asimetrías de la propiedad, los que no poseen representan la mayoría. Por lo tanto la libertad liberal supone la exclusión de la mayoría, el volver nada la multitud de cuerpos y vidas que conforman esa mayoría. La humanidad de la mayoría se trasforma, de esta manera, en un resto molesto de lo político, en el detritus que excreta la libertad liberal. La libertad liberal se sustenta en el festejo y en el cuidado fervorosamente religioso de la desigualdad. Las posibilidades de ejercer la libertad liberal individual (de uno y solo de uno) se sustenta en la imposibilidad constitutiva de una libertad colectiva (de todos).
Pero existe otra forma de habitar lo estatal: pensar la posibilidad individual como una inflexión de la posibilidad colectiva (la posibilidad popular). Esta idea de la posibilidad colectiva popular exige una forma de Estado, que se podría definir como estado de compromiso. Un estado de compromiso es aquel que se hace cargo de sus obligaciones fundamentales. Obligaciones que podrían definirse con la formula: intervenir para redistribuir. La redistribución supone asumir como obscena cualquier asimetría en la capacidad de poseer. Supone ontologizar por medio del reparto. Repartir es, en su manifestación más profunda, agenciarse de la propiedad individual para poder construir una propiedad colectiva, una propiedad popular común. En el contexto de esta propiedad común, las garantías individuales se juegan en la realidad imperiosa de la comunidad más que en el temor atávico de la expropiación. Las garantías individuales cobran su sentido en función de las garantías colectivas que se constituirían, así, en su legitimación última.
La libertad en el Estado de compromiso podría definirse como el dialogo entre la propiedad individual y el reparto popular colectivo. El garante de esta libertad sería siempre el otro en tanto nos interpela desde sus necesidades, desde sus imposibilidades. Las posibilidades de cada uno serían solo en tanto se reivindiquen como parte de una posibilidad mayor que la contendría y definiría su naturaleza, la posibilidad colectiva.
En un modelo como éste lo político se define por la refundación de la mayoría popular. Una mayoría que se configura por la circulación solidaria entre las minorías que mediante la participación en este circuito de lo compartido puede desarrollarse en su singularidad. El triunfo de este modelo es la definitiva cristalización de una mayoría popular como potencia ilimitada del cambio igualitario. Pero para que esto sea posible esta mayoría refundada debe hacerse cargo de su potencia, debe transformarse ella misma en un gran Estado de compromiso. Esa es la única manera de evitar los personalismos limitantes y los misticismos cegadores. La mayoría popular como potencia de cambio no puede ser irresponsable. Por el contrario, debe entender que su potencia en gran medida radica en el grado de responsabilidad que asuma en la defensa de su libertad. Esa libertad hecha de redistribución y reparto, esa libertad que se alimenta en la pulsión militante de igualdad.
Hoy que la irresponsabilidad más o menos abyecta de sectores preponderantes de la información instala discursos apocalípticos y genuflexos promoviendo el espanto y la incertidumbre. Hoy que gestores reaccionarios y embrutecidos pretenden disfrazarse de redentores de la democracia indefiniendose en una afasia desestabilizadora y destituyente. Hoy que cierta oligarquía anacrónica y fosilizada pretende erigirse en propietaria de la patria despreciando toda forma de regulación y de legitimidad institucional. Hoy se pretende imponer, desde una matriz liberal no asumida, la peligrosidad del modelo popular.
La mayoría popular constituida en Estado de compromiso tiene la obligación de asumir la defensa crítica de su libertad. Debe enfrentarse maduramente a la responsabilidad de transformar su libertad hecha de redistribución y reparto, en una realidad traspersonal y transhistórica. Ése es el desafío que pone hoy a prueba su potencia. De cómo se posicione ante este desafío depende su existencia efectiva en un futuro posible o su inexistencia en la inmediación de una utopía.