Hoy nos enfrentamos a la emergencia
prepotente de la palabra política como confrontación. Más
precisamente lo que surge es una necesidad imperiosa de volver a
hacernos cargo del peso específico de la palabra, de asumir la
palabra como forma de intervención. Hoy que la militancia ha vuelto
a ser un imperativo real, nos vemos obligados a repensar su
naturaleza. La militancia en el momento actual, o una de sus formas
posibles se juega en la resignificación de un enunciado para lo
político. Tras sucesivas derrotas y prostituciones la palabra
política se presenta como un vacío de sentido. Esta ausencia de
sentido impone un ejercicio de semantización, un enfrentamiento con
aquello que expone y aquello que disfraza. Resignificarlas quiere
decir volver a decirlas pero haciéndose cargo de sus implicancias,
de sus potencialidades, de su performatividad constitutiva.
Hoy se disputa la definición
esencial de la libertad. Las implicancias y las torsiones de su
significado político resurgen de manera ineludible. En el contexto
de un Estado de derecho esta disputa por el significado y los
alcances de la noción de libertad se vuelve metáfora de una
confrontación más concreta: la confrontación por un modelo para el
Estado nacional. En el espacio de esta confrontación quedan
postuladas irrevocablemente dos formas posibles de concebir la
dimensión estatal: definir lo colectivo desde lo individual (estado
liberal) o lo individual desde lo colectivo (estado popular). Se
puede habitar el estado en tanto proyección de la ambición
individual o, por el contrario pensarse a uno mismo como parte de un
colectivo de pertenencia.
Según la primera forma (forma
liberal), el Estado se justifica en tanto y en cuanto limita su
intervención a generar las condiciones necesarias para el libre
desarrollo de las ambiciones individuales y contingentes. Las
posibles redes solidarias que el Estado pudiera generar, así como
toda política de contención que pudiera llevar adelante serán
percibidas como limitantes en el pleno desarrollo de dichas
ambiciones individuales. Claro que el individuo liberal nunca
entiende su ambición como tal sino que siempre se la imposta como
una necesidad. Esa de alguna manera es la lógica del liberalismo.
Presentar la ambición personal como una necesidad colectiva. De esta
manera, lo colectivo estaría definido por la suma de las ambiciones
singulares, que paradójicamente son la imposibilidad de cualquier
colectivo. En ese giro paradójico se juega la falacia de las
garantías individuales como la suma de garantías que solo a "mí"
me pertenecen, que son en tanto garantizan aquello que es "mío".
Cualquier intervención estatal que proponga la aplicación
equitativa de estas garantías, genera la convicción conveniente de
que una garantía individual compartida solo puede terminar en la
ausencia de garantías. Ante la anulación del privilegio se
construyen desamparos y dictaduras ficticias que permiten redimir
formas más o menos egoístas de la crispación erigiéndolas en
cruzadas democráticas impolutas e imprescindibles. Por eso todas las
formas del liberalismo se han preocupado por festejar la falacia de
las garantías individuales como garantías de lo “mío”. Siempre
resulta más fácil, para un Estado prescindente, regular el egoísmo
que enfrentarse a la conflictividad inherente y múltiple que
supondría transformarlo en su contrario. Y si algo ha caracterizado
al liberalismo es su facilismo impenitente. La libertad del
liberalismo se podría definir como la posibilidad ilimitada de hacer
con lo que se posee lo que se quiere. De esta manera, el individuo
liberal se siente libre cuando su única obligación colectiva es ser
solo un individuo, cuando puede desentenderse de la presencia apremiante
del otro, cuando puede pensarse por encima del otro. Se siente libre
siempre que pueda instituir la indiferencia ante la emergencia del
otro como interpelación. Siempre que su naturaleza de poseedor, de
dueño, le permita refugiarse en la seguridad de que las garantías
individuales se constituyen según la naturaleza de sus intereses
privados y singulares. En definitiva, cuando puede gozar de su
egoísmo sin la sombra de la mala conciencia. O más precisamente,
cuando puede constituir una estructura institucional e ideológica
que le permita legitimar su egoísmo instintivo neutralizando
cualquier matiz de la culpa, cualquier atisbo de la naturaleza
ignominiosa de su ser libre.
La consecuencia de esta forma de la
libertad es la naturalización de las condiciones inhumanas de vida
como necesidad estructural del sistema. La lógica de la posesión
como ontología genera la exclusión del que no posee. Aquel que no
posee es desontologizado, se lo vuelve nada. En países periféricos
y saqueados como el nuestro, signados por históricas asimetrías de
la propiedad, los que no poseen representan la mayoría. Por lo tanto
la libertad liberal supone la exclusión de la mayoría, el volver
nada la multitud de cuerpos y vidas que conforman esa mayoría. La
humanidad de la mayoría se trasforma, de esta manera, en un resto
molesto de lo político, en el detritus que excreta la libertad
liberal. La libertad liberal se sustenta en el festejo y en el
cuidado fervorosamente religioso de la desigualdad. Las posibilidades
de ejercer la libertad liberal individual (de uno y solo de uno) se
sustenta en la imposibilidad constitutiva de una libertad colectiva
(de todos).
Pero existe otra forma de habitar lo
estatal: pensar la posibilidad individual como una inflexión de la
posibilidad colectiva (la posibilidad popular). Esta idea de la
posibilidad colectiva popular exige una forma de Estado, que se
podría definir como estado de compromiso. Un estado de compromiso es
aquel que se hace cargo de sus obligaciones fundamentales.
Obligaciones que podrían definirse con la formula: intervenir para
redistribuir. La redistribución supone asumir como obscena cualquier
asimetría en la capacidad de poseer. Supone ontologizar por medio
del reparto. Repartir es, en su manifestación más profunda,
agenciarse de la propiedad individual para poder construir una
propiedad colectiva, una propiedad popular común. En el contexto de
esta propiedad común, las garantías individuales se juegan en la
realidad imperiosa de la comunidad más que en el temor atávico de
la expropiación. Las garantías individuales cobran su sentido en
función de las garantías colectivas que se constituirían, así, en
su legitimación última.
La libertad en el Estado de
compromiso podría definirse como el dialogo entre la propiedad
individual y el reparto popular colectivo. El garante de esta
libertad sería siempre el otro en tanto nos interpela desde sus
necesidades, desde sus imposibilidades. Las posibilidades de cada
uno serían solo en tanto se reivindiquen como parte de una
posibilidad mayor que la contendría y definiría su naturaleza, la
posibilidad colectiva.
En un modelo como éste lo político
se define por la refundación de la mayoría popular. Una mayoría
que se configura por la circulación solidaria entre las minorías
que mediante la participación en este circuito de lo compartido
puede desarrollarse en su singularidad. El triunfo de este modelo es
la definitiva cristalización de una mayoría popular como potencia
ilimitada del cambio igualitario. Pero para que esto sea posible esta
mayoría refundada debe hacerse cargo de su potencia, debe
transformarse ella misma en un gran Estado de compromiso. Esa es la
única manera de evitar los personalismos limitantes y los
misticismos cegadores. La mayoría popular como potencia de cambio no
puede ser irresponsable. Por el contrario, debe entender que su
potencia en gran medida radica en el grado de responsabilidad que
asuma en la defensa de su libertad. Esa libertad hecha de
redistribución y reparto, esa libertad que se alimenta en la pulsión
militante de igualdad.
Hoy que la irresponsabilidad más o
menos abyecta de sectores preponderantes de la información instala
discursos apocalípticos y genuflexos promoviendo el espanto y la
incertidumbre. Hoy que gestores reaccionarios y embrutecidos
pretenden disfrazarse de redentores de la democracia indefiniendose
en una afasia desestabilizadora y destituyente. Hoy que cierta
oligarquía anacrónica y fosilizada pretende erigirse en propietaria
de la patria despreciando toda forma de regulación y de legitimidad
institucional. Hoy se pretende imponer, desde una matriz liberal no
asumida, la peligrosidad del modelo popular.
La mayoría popular constituida en
Estado de compromiso tiene la obligación de asumir la defensa
crítica de su libertad. Debe enfrentarse maduramente a la
responsabilidad de transformar su libertad hecha de redistribución y
reparto, en una realidad traspersonal y transhistórica. Ése es el
desafío que pone hoy a prueba su potencia. De cómo se posicione
ante este desafío depende su existencia efectiva en un futuro
posible o su inexistencia en la inmediación de una utopía.